Nuestro sitio web utiliza cookies para mejorar y personalizar su experiencia y para mostrar anuncios (si los hay). Nuestro sitio web también puede incluir cookies de terceros como Google Adsense, Google Analytics, Youtube. Al utilizar el sitio web, usted acepta el uso de cookies. Hemos actualizado nuestra Política de Privacidad. Haga clic en el botón para consultar nuestra Política de privacidad.

Un filósofo atado como los botones a una blusa | La Ruta Norteamericana | Cultura

Siempre que la palabra muerte ronda cerca, pienso en Warren Zevon. Ahora, desde que vi en el cine La sociedad de la nieve, también pensaré en los chicos del avión estrellado en Los Andes.

Warren Zevon, músico estadounidense nunca lo suficientemente reivindicado, tuvo un cáncer pulmonar que lo fulminó en cuestión de meses. Cuando el médico le comunicó que no había cura para su enfermedad, decidió grabar el gran disco de su vida: The Wind. Y decidió otra cosa igual de importante: no perdió su humor. Un humor negro y afilado, personalísimo, que palpitaba en sus canciones desde los años setenta, cuando se dio a conocer con álbumes tan sobresalientes como Excitable Boy.

De las muchas anécdotas de ese año que luchó contra el cáncer, hay una que sucedió en el estudio con el resto de la banda. En pleno proceso de grabación de The Wind, dijo a sus músicos: “Chicos, ¿recordáis que me muero? Vamos muy lentos, así no acabaremos a tiempo. Por si acaso, ¿sabéis si todavía se publican EPs?”. Llegaron a tiempo, pero justos: el disco de larga duración –LP-, formado por 11 composiciones, se publicó una semana después de su fallecimiento.

Warren Zevon falleció el 8 de septiembre de 2003.

Si hay algo que me fascinó de La sociedad de la nieve, fue que el humor entre los supervivientes del accidente siempre aguantó hasta el último aliento y en circunstancias inhumanas. Personas atrapadas en lo alto de la montaña, abandonadas, famélicas, heridas y desesperadas que se permitieron bromear en mitad del infierno helado, antes del fin que llegó a muchos.

En una de las escenas más simbólicas, los supervivientes, apilados como desechos dentro de un trozo de avión en el que las maletas se usaban como pared contra la nieve, se ponían a jugar a las payadas, una tradición de los pastores uruguayos en la que se improvisan frases que riman. Como explicó J. A. Bayona en un didáctico vídeo en diario.es, esta tradición sería una especie de rapeo. Justo antes de ponerse a rodar, el director les obligó a improvisar las payadas, con el fin de conseguir más espontaneidad en una situación, que, una vez más, acabaría con la montaña descargando su terror. Quería un humor más real. La risa les salvaba de apagarse. Al igual que comer carne humana, mantener la llama del humor era otra forma de sobrevivir. Quizá la forma más humana.

El sentido del humor siempre ha sido una de las virtudes que nos diferencia de los animales, un rasgo de la inteligencia humana que nunca debería perderse, incluso en situaciones adversas. No creo que pueda existir una gran relación de amistad sin humor, como tampoco debería faltar bajo el techo de un hogar. Si una pareja pierde la capacidad de bromearse, seguramente está en estado crítico. Puede que sólo sean zombies cumpliendo el expediente de una relación. La risa, la broma, la complicidad de hacer al otro más fuerte y confiado por el chascarrillo se puede entender como un tipo de cuidado afectivo esencial. Un cuidado que también debe fomentarse entre padres e hijos. Una de las cosas que admiro de mi hijo, todavía un niño, es que le sale por sí mismo bromearme en todo tipo de situaciones.

Hay un momento bastante crítico en La sociedad de la nieve en el que el humor vence al miedo. Arturo, uno de los supervivientes que está a punto de morir, dice:

– “Creo en el Dios que tiene Roberto en la cabeza cuando viene a curarme las heridas. En el Dios que tiene Nando en las piernas para salir a caminar sin condiciones. Creo en las manos de Daniel cuando corta la carne y Fito cuando la reparte… Y en los amigos muertos”.

A lo que replica Rafael:

– “Sos, un filósofo, Arturo. Monaguillo y filósofo”.

Rafael lo dice con una sonrisa, a la que Arturo responde con una risa, surgida de un cuerpo magullado y débil como el de Numa, que también ríe cuando a sus 25 años apenas pesa más de 25 kilos y también le queda poco para morir.

El humor es otro Dios en el que creer. Incluso cuando se pierde conviene recordarlo. No caer en el temor ni el pesimismo. No hay sociedad que pueda existir sin él. Como dejó escrito Warren Zevon en la última canción que compuso, Keep Me in Your Heart: “A veces, cuando estés haciendo cosas sencillas en casa, podrías pensar en mí y sonreír, eso quiere decir que todavía sabes que estoy atado a ti como los botones a tu blusa”.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.

Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal

RECÍBELO

By Xilda Borrego Nino

Puede interesarte