La historia de la exploración espacial registra al menos dos casos de motín de una tripulación de astronautas. El primero ocurrió en 1968, cuando el comandante del Apolo 7, Wally Schirra, constipado, febril e irritable, con la nariz taponada por mocos, desobedeció el protocolo de reentrada prescindiendo —él y sus compañeros— del casco por miedo a sufrir una ruptura de tímpanos debido al cambio de presión. Pero la considerada primera huelga espacial, de la que se cumple ahora medio siglo, fue durante la misión Skylab 4, en la tercera y última visita de astronautas al laboratorio espacial lanzado por la NASA, de finales de 1973 a principios de 1974.
Para entonces, la Unión Soviética ya se había adelantado en un par de años con la Salyut 1 (que tuvo un final trágico, con la muerte de sus tres tripulantes durante el retorno a Tierra) y acababa de poner en órbita la segunda. El Skylab estaba construido aprovechando una tercera etapa vacía del cohete lunar Saturn 5: un cascarón que ofrecía muchísimo espacio y los ingenieros de la NASA habían instalado en su interior equipos para realizar docenas de experimentos. Se trataba de investigar desde el comportamiento del organismo en condiciones de microgravedad hasta nuevas técnicas de proceso de materiales. También llevaba a bordo un telescopio solar y elementos para hacer más agradable la estancia de tres astronautas: dormitorios individuales, una pequeña cocina y hasta una ducha.
El lanzamiento del laboratorio no fue bien: una ráfaga de viento arrancó su escudo aislante y defensa contra meteoritos y uno de sus dos paneles solares. El otro, aunque ileso, había quedado atascado en posición cerrada. Buena parte de los esfuerzos de la primera tripulación se concentrarían a instalar un nuevo parasol protector y restaurar la maltrecha estación a un funcionamiento más o menos regular.
La segunda tripulación continuó las reparaciones, pero pudo desarrollar un amplio programa de experimentos, incluyendo el estudio de cómo unas arañas formaban sus telas en ingravidez. Estuvieron en el espacio 59 días, más del doble que la misión anterior.
El siguiente vuelo del programa se encomendó a un equipo de astronautas novatos, Gerald Carr, William Pogue y Edward Gibson: ninguno de ellos había ido nunca al espacio, un aspecto importante en esta historia. El objetivo era alcanzar una permanencia de casi tres meses. Tratándose de la última misión Skylab, el programa de trabajo era muy denso y, para colmo, el Sol, que debería estar pasando un periodo de relativa calma, mostró tanta actividad que obligó a multiplicar las observaciones con los telescopios.
Había tanto que hacer que se ordenó a los astronautas ponerse a trabajar casi de inmediato, sin darles suficiente tiempo a acostumbrarse a la sensación de ingravidez, nueva para los tres. Estuvieron sufriendo mareos y vómitos durante horas, pero decidieron ocultarlo a los directores de vuelo. Cuando se descubrió por una conversación entre ellos captada por el micro, Alan Shepard, el mítico jefe de la oficina de astronautas, les propinó una reprimenda oficial, la primera que una tripulación recibía durante un viaje espacial.
La misión, pues, empezaba mal. Quizá afectados por la bronca, los astronautas empezaron a cometer errores triviales y a retrasarse más y más en su programa de experimentos. Tampoco ayudó el hecho de que desde Houston se intentaba microgestionar, minuto a minuto, hasta los más mínimos detalles, ante la indignación de los tres hombres.
Normalmente, el diseño de un experimento exigía un par de años de preparación. Para aprovechar ese último vuelo, la NASA había abierto la veda y recibió cientos de propuestas con apenas un par de meses de antelación. No es de extrañar que hubiera tantos cabos sueltos que los investigadores necesitaran dar continuas instrucciones a los abrumados astronautas.
Cada día en el Skylab se recibían unas 40 hojas de instrucciones, desde dónde apuntar el telescopio a cuándo regar un cultivo de judías. Nada más despertar, Carr, Pogue y Gibson se encontraban esperándoles dos metros de papel escupido por el teletipo, lleno de pautas, fórmulas y procedimientos a ejecutar en las siguientes 24 horas.
Pogue recordó posteriormente que debido a que algunos de los experimentos se centraban en astrofísica, el calendario era especialmente exigente: “Te daban un tiempo determinado y ciertos ángulos, etc., y obtenías esa estrella determinada. Bueno, si no lo haces a tiempo, los ángulos y todo no sirven de nada. Se quedan obsoletos”.
Incomodidades insoportables
Las dos primeras tripulaciones habían disfrutado, más o menos, de su experiencia; la tercera, no. Además, algunas pequeñas incomodidades se hacían exasperantes: las latas de comida no encajaban en el calentador y su contenido siempre quedaba tibio; las toallas para el aseo personal parecían hechas con lana de aluminio; el agua potable llevaba burbujas de gas disuelto que les provocaban continuas ventosidades. Y la baja presión atmosférica obligaba a comunicarse a gritos, incluso estando a solo cinco metros de distancia. Los astronautas sufrían de congestión provocada por la falta de gravedad que favorecía la acumulación de moco en los senos nasales. En consecuencia, casi toda la comida resultaba insípida.
Pero lo más molesto era que pocas cosas parecían estar en su sitio. Quizá porque las dos tripulaciones anteriores no habían sido muy cuidadosas en mantener el orden. En teoría, la catalogación de existencias era sagrada. El Skylab llevaba unos 40.000 artículos repartidos en un centenar de armarios; en Houston, seis personas y un computador se encargaban de saber en todo momento la localización de cada cosa. Pero en la práctica en la estación espacial se había instaurado cierto caos.
Y, para colmo, dentro de las gavetas no había iluminación, solo los puntos de luz del techo. Encontrar cualquier pieza, desde una cámara fotográfica hasta un tubo de pasta de dientes, exigía escudriñar su interior con una linterna de mano.
En esas condiciones, el trabajo se fue retrasando y los periodos de descanso, menguando. No solían dormir más de 6 horas con turnos de actividad de 16 horas. En muchos casos, un único experimento —por ejemplo, la fotografía de la actividad solar o del recién llegado cometa Kohoutek— se alargaba durante tres o cuatro horas.
El día de Navidad, la trayectoria del Skylab le mantuvo fuera del alcance de las estaciones de rastreo durante una órbita entera. Ese silencio dio pábulo a la leyenda de que los astronautas habían desconectado la radio. En realidad, en esa misma fecha, Carr y Pogue realizaron un paseo espacial de siete agotadoras horas. Medio en broma, Houston les insinuó que podían tomarse un día libre, cosa que hicieron, y a lo que el comandante respondió que “conectarían el contestador”.
Llamada sin respuesta
Carr lo recordaba así: “Una de las cosas que hicimos fue descuidar nuestras radios y olvidamos configurarlas para uno de nuestros pases, así que cuando tuvimos señal, la gente en tierra nos llamó y no les respondimos”. Los medios contaron que la tripulación se había negado a hablar con la base.
La tripulación y el control de misión finalmente tuvieron una teleconferencia para expresar sus objeciones y llegaron a un consenso sobre el camino a seguir, que incluía dar prioridad a la investigación clave y poner las tareas rutinarias en una “lista de la compra” para completarlas en cualquier momento del día.
“Eso aligeró la agenda, nos quitó toda la presión. Ya no estábamos corriendo contra el reloj para hacer las cosas. Eso realmente resolvió el problema”, explicó Carr. “La flexibilización del horario permitió realizar los experimentos más importantes, y el resto de las cosas se hicieron cuando pudimos, en lugar de en un horario muy ajustado. Funcionó de maravilla”, celebraba tiempo después el astronauta.
En repetidas ocasiones, los astronautas habían discutido con los controladores la necesidad de replantear su programa de trabajo. A veces, en una atmósfera de tensión. Finalmente, consiguieron sus demandas y muchos meses después, uno de los directores de vuelo reconoció que, efectivamente, los tres tripulantes habían estado demasiado presionados. Los especialistas sacaron muchas conclusiones de esta experiencia, como la importancia de la psicología en estas misiones y la necesidad de contar siempre con alguien experimentado en la nave.
En agosto de 1976, Henry Cooper, un respetado especialista en el programa espacial, publicó un artículo en la revista New Yorker en la que sugería que los estresados astronautas habían protagonizado una especie de huelga de actividad durante todo un día. Más tarde, en su libro Una casa en el espacio, el mismo Cooper utilizaba la palabra “rebelión”. La realidad fue mucho menos comprometida. Simplemente, habían aprovechado su día libre. Pero la leyenda era demasiado colorista como para que se extinguiera por completo y el episodio de los tres amotinados persistió durante años.
Recientemente, la división de historia de la NASA publicó el relato oficial del episodio, remitiéndose a las conversaciones grabadas y a la ingente cantidad de trabajo que desarrolló la tripulación del Skylab 4. A sus 87 años, Ed Gibson es el único superviviente del equipo. Sigue lamentando que la historia del motín siga siendo lo que más recuerda el público sobre sus 84 días en el espacio: al final, la tripulación completó todos los experimentos programados y algunos adicionales.
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