La Fundación Joan Miró y el Museo Picasso de Barcelona abren este viernes al público (hasta el 25 de febrero) una exposición conjunta que estaba pendiente desde hace décadas: poner en diálogo el arte de los fundadores de los centros mediante un centenar de piezas de distintos museos y colecciones de Europa y Estados Unidos, alternadas con obras de los fondos propios: en total, más de 250 obras y documentos de ambos artistas. Un autobús lanzadera enlazará el museo de la calle Montcada con la sede de la fundación en Montjuïc, en un intento de convertir la exposición en una gran fiesta del arte ciudadana.
El evento coincide con la celebración de los cincuenta años de la muerte de Picasso y la revisión feminista de la figura del autor malagueño, acusado de ser un maltratador en su vida privada y de ofrecer en sus obras la imagen de la mujer como un objeto pasivo del deseo masculino. La exposición recoge levemente y de forma parcial esta relectura y la comparación de la vivencia del eros de los dos artistas, cuando era común en la época la visión de la mujer como atracción y amenaza, polos contradictorios de una tensión que Picasso bebía de la mitología y Miró sublimaba en las potencias creadoras y destructivas de una cosmología totalizante. En la sala donde se confrontan las bañistas de Picasso (1931, Museo Piccaso de París) con las de Miró (1932, MoMA), la cartela señala: “A diferencia de la bañista andrógina y redondeada de Miró, que se fusiona con el paisaje para dar lugar a un cuerpo casi celeste, estas mujeres contorsionadas de lenguas puntiagudas y sexualidad desbordante pueden ser entendidas como un retrato patriarcal y vengativo del poder femenino”.
En otra sala de la Fundación Miró, que trata la iconografía del llanto durante la Guerra Civil, se señala que “los retratos mironianos representan rostros sin género deformándose ante la barbarie”, mientras que “el cuerpo de las musas picassianas se encuentra distorsionado proporcionalmente al grado de violencia que soportan”, pues “el artista llegó a definir a las mujeres como ’máquinas de llorar”. Una lectura que fue matizada por historiadores como Timothy Clark y su pareja, la feminista Anne Wagner, que distinguen biografía y obra y señalan que las lenguas puntiagudas son espadas inspiradas en la lectura de Espadas como labios: la destrucción o el amor, de Vicente Aleixandre, y que los cuerpos masculinos aparecen vulnerables y ridículos en un momento en que Picasso vivía una triple crisis, artística, sentimental y también política por la irrupción de los fascismos, por lo que llenaba de fantasmas interiores el espacio íntimo del hogar, gobernado por un inconsciente cruel y concreto, mientras la violencia y el espanto reinaba en el mundo exterior; es decir, el artista como ser perplejo, presa del pánico al tiempo que depredador, que disfruta de lo que teme y lo proyecta con la figura del monstruo (masculino y femenino), ese vernos mejor si nos vemos con una forma distinta, sin dejar de sentir la presencia de la sombra de la mortalidad.
En la obra de Miró, más abierta, aérea y sígnica, late también a menudo un erotismo salvaje, como en la Bailarina española de 1928, collage con papel de lija, cuerdas y clavos, o el célebre collage-objeto de otra bailarina del mismo año, cuyo cuerpo es un enorme alfiler clavado sobre corcho y una pluma como vestido, o el inquietante sadismo del Objeto del atardecer, ensamblaje de 1935-1936 con un gran sexo femenino pintado en el tronco cortado de una encina y completado el cuerpo con un quemador de gas, muelle, cadena, grillete y cordel.
La doble muestra barcelonesa en general se enfoca en documentar correspondencias plásticas entre Picasso y Miró, ecos, resonancias, indagación permanente, complicidades, repeticiones obsesivas, metamorfosis, el amor compartido por el humor de Alfred Jarry, la búsqueda de equilibrio y de humanizar y dar vida a lo estático o el compromiso antifascista y la libertad creativa, sin entrar en más relecturas en aquello que podría interpelar al ser humano de hoy o sin aportar investigaciones novedosas. Y lo hace reuniendo obras decisivas como Mujer con camisa en un sillón (1914, Metropolitan de Nueva York); Gran desnudo en un sillón rojo (1929), El beso (1925) y los esbozos del ballet Mercure (1924), todas ellas del Museo Picasso de París; o Las tres bailarinas (1925, Tate Gallery). Por parte de Miró pueden verse La masía, que cierra la fase noucentista de Miró y que fue comprada por Hemingway (1922, National Gallery de Washington); la bellísima constelación Mujeres rodeadas por el vuelo de un pájaro (1941), que se expone junto a la única acuarela de la célebre serie que hay en España; el autorretrato que Miró se pintó en 1938 como “artista cósmico” (MoMA), o L’addition (1925, Pompidou), inspirada en el supermacho de Alfred Jarry, entre otras muchas sorpresas.
Miró creía que Picasso cerraba una época trágica y que le correspondía a él llevar el arte más allá de los límites conquistados por el artista malagueño. Le amaba, le reverenciaba, y al mismo tiempo le obsesionaba el reto de ir más allá que él. No podía competir con su virtuosismo, así que aplicó el método Picabia; es decir, superarle en audacia, sintetizando su imaginación y su destreza con las enseñanzas de sus amigos poetas y las de Matisse, Duchamp, Klee, Arp o Kandinsky.
Picasso, exiliado en París, fue una referencia constante para Miró. El artista catalán hizo toda su obra bajo su mirada. Literalmente, pues en todos sus talleres tenía colgada una fotografía del pintor malagueño desde donde le miraban esos “ojos fértiles” que decía el poeta Paul Éluard, esos ojos que aparecen en algunas de las obras que le dedicó y que no dejaron de ser una guía moral cuando Franco intentó captarle sin éxito para maquillar la imagen internacional de la dictadura.
Picasso, por su parte, temía las consecuencias del éxito. Para un inventor como él de nuevos lenguajes artísticos, le daba pánico envejecer mal. Decía que el peor peligro para un pintor no era copiar a otro, sino copiarse a sí mismo, y por eso, en los años 20 y 30, cuando el cubismo ya había quedado superado, vio en su compatriota, el joven Miró surrealista, una fuente de renovación y un amigo. Hizo lo que hacen los grandes creadores, dialogar críticamente con los maestros de la tradición y beber la savia nueva de los jóvenes para dar vida a conquistas propias. En una visita que Miró hizo a Picasso, vio una escultura que se parecía enormemente a una suya. “Pero, Pablo”, dijo, “esta escultura es mía”, a lo que Picasso, pasando el brazo por sus hombros, le contestó, sonriendo: “No, Joan, esta escultura es nuestra”.
La última sala del museo de la calle Montcada está dedicada a los últimos años de los dos artistas. No aparece allí el Picasso de energía desbordante de la última exposición en Aviñón, sino el Picasso que en su ancianidad hace recuento, desprecia lo vanidoso y valora la familia, sus hijos, encara la muerte cercana, ve la ridiculez del ser humano y pinta sobre el humilde y efímero cartón con zonas limpias de pintura. A su lado, el explosivo Miró de Mayo del 68, las telas quemadas con el fuego que destruye y crea, o los óleos ya crepusculares dominados por un negro sin apenas horizonte bajo los signos astrales del cielo.
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