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Nadie escuchó los gritos de Sarah, dos veces arrollada por el metro de Londres | Sociedad

Esta historia pudo haber sido otra estadística más. Otro muerto en las vías del metro de Londres. Pero Sarah de Lagarde (Muret, Francia, 45 años) sobrevivió, contra todo pronóstico. Le falta el brazo y parte de la pierna del lado derecho. Le sobra fuerza de voluntad. Y está empeñada en contar su historia y demostrar que lo que le ocurrió no fue solamente “una serie de hechos desgraciados y extraordinarios” que le provocaron “lesiones capaces de alterar su vida”, como concluyó el informe de la empresa Transport for London (TfL), sino que la negligencia humana y el deterioro de un servicio público que usan a diario dos millones de personas también fueron parte fundamental en su tragedia.

“En mis horas más oscuras, he contemplado el suicidio como una opción. Para no acabar siendo una carga para mis hijas o mi marido”, cuenta Sarah en la cocina de su casa, en el barrio de Camden. Charla durante más de una hora con EL PAÍS. Y solo hay un momento en el que cede al llanto: cuando se pregunta qué ha movido a tanta gente a mostrarle su ayuda y solidaridad durante estos meses. El resto del tiempo es locuaz. Sonríe, bromea, aporta datos y argumentos. Se muestra firme. Responde a todo. Presume de su brazo robótico y del sistema de inteligencia artificial que le permite moverlo casi con su pensamiento. Es parte de una nueva vida que se sostiene sobre tres pilares: su voluntad de seguir adelante; su empeño en que las niñas, de 13 y nueve años, sean felices, y la ayuda de su esposo —”mi roca”—.

La noche fatídica

En la noche del 30 de septiembre de 2022, Sarah salió tarde de trabajar. Es una alta ejecutiva especializada en comunicación y relaciones públicas de Janus Henderson, la gestora global de activos financieros. La sede londinense está en Liverpool Street, en el corazón de la City, donde se concentran bancos, bufetes y grandes firmas.

La semana anterior había pasado la covid. El día había sido largo y extenuante. Y aún había tenido que buscar tiempo extra para finalizar su tesis doctoral. La idea escogida le fascinaba: cómo aplicar a la empresa privada la gestión y coordinación de los servicios de emergencia sanitarios o militares.

Septiembre londinense. Llovía a mares. Sarah intentó reservar un taxi o un Uber. No tuvo éxito con ninguno. Lo previsible, en esas horas y bajo el chaparrón. Optó por el metro. La Northern Line la llevaría en seis saltos desde Moorgate, la estación que tenía más cerca, hasta Camden Town. Eran las 21.17. La temperatura del vagón era tibia, con esa combinación dulce que forman la humedad y el calor humano. Cerró los ojos para descansar un poco. Al día siguiente, la familia volaba a Fráncfort para celebrar el 70º cumpleaños del padre de Sarah y había que preparar las maletas.

A las 21.53 abrió los ojos. Se había quedado profundamente dormida. Saltó de un brinco, y se dio cuenta de que estaba en la estación de High Barnet. A 12 kilómetros de su destino. La última parada de la línea. Un andén en suelo raso, al descubierto en su mayor parte. Seguía lloviendo. Sarah recuerda las tenues luces de las farolas reflejadas en los charcos. “¿No deberían diseñar esos andenes para que filtraran el agua? No tendría que haber charcos en un sitio así”, lamenta.

Cuando se dio cuenta de que el mismo tren que la había llevado hasta allí era el que debía hacer el recorrido inverso, se apresuró a embarcar de nuevo. Recuerda que perdió el equilibrio, que casi cayó hacia atrás. En el intento de enderezarse resbaló, y se golpeó contra el vagón. Se rompió la nariz y parte de los dientes. Y lo peor: cayó a las vías por el imposible hueco creado entre el espacio de dos vagones y la distancia del tren con el andén. Perdió la consciencia. Enganchada entre el andén y el vagón, aún a la vista, quedó su bolsa Longchamp para llevar el portátil.

Para evitar la lluvia, el conductor hizo el repaso rutinario de los vagones desde dentro, caminando a lo largo del tren. Dio con la bolsa, pero no se le ocurrió preguntarse qué hacía allí, en una estación solitaria. La agarró, para llevarla más tarde al departamento de objetos perdidos. Y no miró abajo. No vio a una mujer inconsciente, con una prenda de abrigo de un color rosa intenso, con una melena rubia casi blanca, en el hueco que daba a las vías.

A las 22.01, el tren arrancó. Las ruedas seccionaron casi por completo el brazo derecho de Sarah, a la altura del hombro. Solo la piel y la ropa lograron mantener pegado el miembro a su cuerpo. “El dolor era muy intenso. Pero por suerte, el estrés y la adrenalina comenzaron a hacer su trabajo. El dolor desapareció. Sabía que había perdido el brazo, porque no podía sentir la parte derecha de mi cuerpo”, cuenta.

Esa semana, los compañeros de la empresa se habían reído a su costa. Había encargado por internet una funda naranja para su teléfono móvil y resultó ser de un color neón chillón. Un pequeño golpe de suerte. A un par de metros, en las vías, pudo ver brillar el aparato y se arrastró como pudo hasta él. En la noche lluviosa, la cámara fue incapaz de identificar el rostro desfigurado y sangriento de Sarah. El móvil no se desbloqueó. Y sus torpes intentos de escribir la contraseña con la mano izquierda, en una pantalla mojada y con los dedos mojados, fueron igual de inútiles.

“Es en ese momento cuando me doy cuenta de que me voy a morir. Y empiezan a aparecer en mi cabeza mis dos niñas, que me dicen: ‘¿qué estás haciendo, mamá? Tienes que venir a casa’. A partir de ahí comienzo a recuperar la fuerza”, recuerda Sarah.

El segundo tren

Once minutos después de su caída, sin que nadie en todo ese tiempo hubiera escuchado los gritos de auxilio de una mujer tendida sobre las vías, llegó el segundo tren. Eran las 22.05. Y solo Sarah puede entender la pesadilla que supone ver cómo se aproximan esas luces sin que la máquina se detenga. Esta vez las ruedas seccionaron parte de su pierna derecha, por debajo de la rodilla. De nuevo, volvió a quedar semioculta bajo el vagón.

“Es como si se activara el cerebro reptiliano [la parte más primitiva, responsable de las funciones vitales] para desatar tu instinto de supervivencia. ‘Necesito sobrevivir’, me decía a mí misma. ‘Voy a hacer todo lo que pueda’, y eso significa ignorar el dolor, bajar mi ritmo cardiaco… y seguir gritando en busca de ayuda”, recuerda.

Dos minutos después, fue el conductor del tren parado en la vía opuesta quien escuchó una voz de mujer. Pensó que sería una discusión de pareja dentro de algún vagón. Tardó en dar con Sarah, y tardó mucho más en poner en marcha el mecanismo de respuesta necesario para salvar la vida de una mujer que se desangraba en las vías. Con las gafas mojadas, entró en la caseta vacía de la estación. Los números de emergencias del tablón, medio borrados por el paso del tiempo y la intemperie, eran difíciles de leer. No dio con el controlador de línea. Habló con el supervisor. Aún pudo llegar otro trabajador, presenciar la escena, y llamar él mismo al controlador. “¡Pero cómo es posible que no sepan que, cuando una persona se está muriendo enfrente tuyo, lo primero que haces es llamar al 999 [el equivalente al 112 de España]! Si hasta mis hijas lo saben”, pensó Sarah.

A las 22.18, llegó la Brigada de Bomberos de Londres. Casi 20 minutos después, la Policía Británica de Transportes y el helicóptero del Servicio Médico de Emergencias. Para evitar que Sarah acabara electrocutada por la línea de alta tensión adyacente a la vía, arrastraron su cuerpo por debajo de los vagones, sobre una camilla con forma de trineo, hasta la cola de la máquina.

“Sentí como un bloque de hielo que comenzaba a expandirse por mi pecho, y le dije al médico que me atendía: ‘Perdona que sea pesada, pero siento que me estoy muriendo ya. Si pudierais acelerar, sería estupendo’. Y me respondió: ‘Ni se te ocurra morirte ahora. Hay cerca de cien personas que han venido a este andén para ayudarte”, recuerda Sarah. Pasaron 45 minutos hasta que el helicóptero alzó el vuelo.

Sarah Lagarde cerca de su casa en Camden, Londres.Ione Saizar

“Una cadena de hechos desafortunados”

Cuanto más raro es un accidente, más difícil resulta señalar responsabilidades. El informe interno que elaboró el Departamento de Investigación de Accidentes Ferroviarios, un organismo público independiente, descartó seguir adelante con las pesquisas en torno a lo sucedido con Sarah. Tanto ellos como la Policía Británica de Transportes descartaron cualquier negligencia humana. Fue todo un extraño cúmulo de “hechos desafortunados”. “Nuestros pensamientos siguen estando con Sarah de Lagarde y con su familia, después del devastador incidente ocurrido el año pasado en la estación de High Barnet”, dijo en un comunicado Nick Dent, el director de Atención al Cliente de London Underground, la compañía que gestiona el metro londinense. “La seguridad es nuestra principal prioridad, y adoptaremos toda medida necesaria que hayamos aprendido de cada nuevo incidente”, añadió.

El caso de Sarah habría sido una estadística más. Pero su voz superviviente llena de preguntas los vacíos de una historia incompleta. Empezando por la propia estadística. ¿Es normal que haya un promedio mensual de 16 accidentes similares al suyo, al margen de la gravedad de cada uno, según cifras de la propia TfL? ¿Es normal que alguien recoja del suelo una bolsa abandonada, sin la menor precaución, y ni siquiera mire debajo? ¿Es normal que un conductor no vea en la noche, a medida que se aproxima, el cuerpo en las vías de una mujer que viste un abrigo rosa? ¿Y, sobre todo, es normal que una estación en funcionamiento esté tan desatendida? La cadena de “hechos desafortunados” ocurridos aquel día revela también una falta de entrenamiento en protocolos de un personal ya de por sí al límite de su capacidad.

La empresa que gestiona el metro más antiguo y famoso del mundo tiene una naturaleza público-privada. Los gastos —la eterna situación deficitaria― corren a cuenta de los contribuyentes y usuarios, que pagan sus impuestos y sus billetes. Es habitual que algunas estaciones sean cerradas de modo intermitente por falta de personal. O que su supervisión se realice mediante cámaras. El secreto está en que nadie está atento a esas miles de imágenes que llegan a diario.

Sarah pudo reunirse con el líder de la oposición laborista, Keir Starmer, que le dedicó cuarenta minutos y prometió ayudarla. Dio la casualidad de que era el diputado de su distrito de Camden. Intercedió para que pudiera reunirse con el presidente de TfL, Andrew Lord, y con el alcalde laborista de Londres, Sadiq Khan. Ninguno la ha recibido, hasta la fecha. “La excusa fue que no podían hacerlo mientras el caso estuviera pendiente de resolución judicial. ¡Vaya tontería!”, se queja Sarah. Aunque puso su caso en manos de un abogado, todavía no ha presentado una demanda. “Si siguen ignorándome, no me quedará más remedio que emprender acciones legales”, advierte.

La frase Mind The Gap (Cuidado con el Hueco), que lanzó el metro de Londres a través de megafonía en 1968, es tan popular y característica de la ciudad como para decorar camisetas y pósters. Servía para alertar a los usuarios del hueco entre el vagón y el andén. Bien pensada, contiene un mensaje cuestionable. La seguridad física, en el medio de transporte más popular y usado de la ciudad, es responsabilidad de cada viajero. “Lo que dice esa frase es algo así como ‘no es culpa nuestra, sino tuya. Si resultas herido en el uso de nuestro servicio, tuya es la responsabilidad”, dice Sarah, mientras se aferra sin cesar, de modo inconsciente, a su brazo robótico.

El departamento de Objetos Perdidos quiso cobrar a la amiga de Sarah que fue a recuperar su bolsa la correspondiente tasa de 22 euros. Sus gritos de indignación, al explicar el caso, hicieron rectificar al dependiente del otro lado del mostrador.

Meses después del accidente, recibió un correo electrónico de TfL. “Cuando estés lista, por supuesto, nos encantaría darte de nuevo la bienvenida al Metro de Londres. Alguien de nuestro equipo de ayuda te dará la mano en ese primer viaje”, recuerda Sarah el texto. “Eso es añadir insulto a la herida”, lamenta.

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By Xilda Borrego Nino

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