El primer dinosaurio estudiado por la ciencia fue descubierto por una mujer. La mirada entrenada de Mary Anne Woodhouse supo distinguir al costado de un camino en el sur de Inglaterra, en 1822, unos dientes descomunales que resultaron ser de un iguanodon, un reptil hervíboro de unos 120 millones de años y unas tres toneladas. Era el primer dinosaurio que sería estudiado por la ciencia, uno de los tres que dieron origen al término por primera vez en la historia y el primero, de muchos, en olvidar el aporte de las mujeres. Ese ejemplar fue registrado a nombre del esposo de Woodhouse, Gideon Mantell, un médico aficionado a la paleontología, dado que hasta entrado el siglo XX solo los varones tenían derecho a dejar registro de sus carreras científicas.
Su historia es similar a la de otras 170 pioneras relatadas en el libro Mujeres de las Piedras, escrito por la estudiante de paleontología Fernanda Castaño y el investigador Sebastián Apesteguía, y publicado recientemente por Vázquez Mazzini Editores y la Fundación Azara. En más de 360 páginas, el material ofrece breves biografías, desde pioneras amateurs hasta profesionales actuales, en distintos períodos históricos que atraviesan los cinco continentes.
La recopilación de sus vidas refleja algunas conclusiones claras: las europeas fueron una inspiración mundial, en especial las británicas. El primer impulso lo consiguieron gracias a sus privilegios de clase y a unos compañeros (padres o esposos) generosos que aprovecharon sus ventajas patriarcales –en distinta medida según el caso- para allanarles el camino. Y las paredes de cristal que delimitaron sus experticias aún no se han quebrado.
El caso de la británica Mary Horner fascinó a la autora Fernanda Castaño: “El padre, un geólogo bastante importante de la Sociedad Geológica de Londres, inculcó las vocaciones científicas de sus dos hijas mujeres. La hermana de Mary se dedicó a la botánica. No solo hacía ilustraciones de lo que veía en el campo, sino que trataba de estudiarlo. Eso me parece un ejemplo fantástico”, dice. Esos padres no daban a sus hijas la esperable educación de esposas y anfitrionas, sino que parecían desearles una vida más estimulante y exploradora, formándolas en ciencias e idiomas.
Algunas relaciones fueron tan progresistas que parecen fuera de contexto. Como la de la hawaiana Annie Montague Alexander con su padre, en siglo XIX, que destaca el paleontólogo Apesteguía, segundo autor del libro. “La hizo súper independiente y de hábitos que, para la época, eran muy masculinos. Ella tiraba con rifle, cazaba, escalaba con él. De hecho, el padre muere en una expedición en África, en las cataratas Victoria, aplastado por una roca, delante de ella”. Castaño agrega que “era lesbiana, tuvo muchas compañeras femeninas en su vida y él nunca tuvo problemas en aceptarlo, la apoyaba. Fue un personaje muy interesante”.
Una de las científicas más famosas, con libros y películas sobre su vida, es Mary Anning. Su padre era un modesto carpintero y aficionado a los fósiles que la entrenó, junto a su hermano, en la recolección de fósiles. Gracias a su influencia, ella fue capaz de encontrar los primeros restos de varios especímenes que luego se volvieron populares como los del Ictiosaurio, el Plesiosaurio –el primero completo-, el primer pterosaurio hallado fuera de Alemania y numerosos smmonites, una especie de caracol con tentáculos de hace 400 millones de años.
A pesar de esos inicios prometedores, las mujeres quedaron atrapadas en lo pequeño, las plantas, el aire o el agua. Es decir, en los huecos disciplinares que los hombres no estuvieron interesados en ocupar. “No hay muchas mujeres que se hayan dedicado a estudiar dinosaurios. En general, eran micropaleontólogas o paleobotánicas. No iban normalmente a hacer prospecciones porque no se lo permitían. Eso era algo masculino, así que les quedaban los temas que los varones no trabajaban”, explica la apasionada Castaño. “Actualmente, inclusive, hay una tendencia a que muchísimas mujeres paleontólogas trabajen, en el caso de vertebrados, en mamíferos o reptiles marinos. Entonces no hay tantas mujeres trabajando en dinosaurios porque los hombres se ocuparon de los grandes saurios”.
El descubrimiento de la trayectoria de estas científicas tocó a Apesteguía de un modo personal. “No me había dado cuenta de que no había mujeres en determinados temas hasta que, ya escrito el libro, me puse a buscar y vi que una de las grandes pioneras en Argentina fue mi directora Zulma –Brandoni de Gasparini”. Él reconoce que “todavía hay pocas mujeres en los temas estrella de la paleontología”. Aunque la fama popular no sea la motivación de quienes se dedican a las ciencias, la escasa visibilidad que las científicas tienen en la población afecta el estímulo de otras vocaciones y su valoración social.
Aquel vínculo solidario entre padres e hijas que impulsó a las primeras paleontólogas y geólogas se recicla de algún modo en la alianza de los autores de Mujeres de las Piedras. El versado investigador Apesteguía descubrió el blog de Castaño y le propuso escribir el libro. “Me asombró muchísimo lo que publicaba, descubrí historias gracias a ella y me inspiró para contactarla y charlar la idea”, cuenta el paleontólogo. Ella lo relata como un logro futbolístico. “Imagina. Estudio paleontología y me contacta Sebastián Apesteguía para escribir el libro. Fue como si me hubiesen ascendido a la primera de River”.
A pesar de que el libro es muy amplio, los autores continúan descubriendo biografías relevantes de científicas en todo el mundo, por lo que ya están pensando en una segunda parte.
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