Concha Velasco ha muerto esta madrugada a los 84 años en el hospital Puerta de Hierro de Majadahonda (Madrid), según han confirmado fuentes familiares. Velasco ha sido quizás la última actriz que estaba en el imaginario colectivo de todos los españoles con edad de votar. Entre otras cosas, porque su trayectoria profesional ha sido espectacular, teniendo en cuenta que se inició a sus 15 años y la ha desarrollado hasta hace poco. Su estado de salud se empezó a deteriorar el año pasado, hasta el punto de que sus hijos decidieron que sus cuidados solo se podían llevar a cabo en una residencia.
Pero Concha Velasco, que nació en Valladolid el 29 de noviembre de 1939, no fue solo una trabajadora incansable. Representó un retrato en vivo que ha ido mostrando la evolución de un país, de una sociedad, en su propia carne. Evolucionó casi al mismo ritmo y del mismo modo que lo hacían los jóvenes de su época. Bebió en la cultura franquista (su relación con el cineasta José Luis Sáenz de Heredia la situaba en esas coordenadas), aunque cambió ideológicamente hasta convertirse en toda una roja, al relacionarse con un entorno formado mayoritariamente por antifranquistas, y en especial con un muy comprometido políticamente Juan Diego, por entonces militante del Partido Comunista. Y ahí se mantuvo hasta su muerte.
De la Iglesia católica también vivió un distanciamiento, aunque no de la religión cristiana, que practicó toda su vida. “A veces me dicen ‘¿y esto cómo se come?’. Pues divinamente. He llegado a los 80 con unas convicciones muy claras. Encima he tenido la suerte de pedir perdón a tres hombres muy importantes en mi vida, a los que he hecho daño voluntariamente. Los tres están vivos, pero ni sueñes que te diga quienes son; incluso a mi marido Paco Marsó, porque igual su vida fue equivocada porque yo le obligué a que lo fuera”, decía hace dos años de su único marido, con el que tuvo un hijo, aunque también crio y dio sus apellidos al mayor de los hermanos, Manuel, del que Concha se quedó embarazada en una relación con el director de fotografía Fernando Arribas.
Entre los 10 y los 20 años, estudió ballet clásico, danza española y solfeo en el Conservatorio Nacional de Música y Danza de Madrid y Arte Dramático. A los 15 años empezó a participar como figurante en varias películas. El mundo del cine la reclamó desde sus inicios, y pasó por las manos de los más prestigiosos directores de la época, además de participar en proyectos por los que empezó a colarse aire fresco que se alejaba de la moral franquista. Claro que eso fue todo un proceso de décadas que empezó con Javier Elorrieta, Antonio Román, Jerónimo Mihura, Rafael J. Salvia, Pedro Lazaga, Fernando Palacio, José Luis Sáez de Heredia y fue abriéndose a realizadores como Mariano Ozores, José María Forqué, Javier Aguirre, Francisco Rovira Beleta, José A. Nieves, José Luis García Sánchez, Antonio Drove, Francisco Regueiro…
A los 15 años participó en La reina mora, y cuatro años más tarde le llegó el éxito de Las chicas de la Cruz Roja, la primera de sus seis películas con Tony Leblanc. En 1965, en Historias de la televisión canta La chica ye-yé, que le abre, para su sorpresa, una carrera musical.
Al final de la dictadura, Concha Velasco se convirtió en una pieza importante de un nuevo cine que emergió con fuerza de manos de directores que la reclaman constantemente, como su gran amigo Pedro Olea, Antonio Artero, Jaime Camino, Roberto Bodegas, Angelino Fons, Fernando Fernán Gómez, Mario Camus, Jaime de Armiñán, Josefina Molina, Luis García Berlanga, Yolanda García Serrano y Juan Luis Iborra, Jesús Bonilla, David Trueba y una nómina de nuevos realizadores. De hecho, confesó que perseguía a los directores que le interesaban para salir de un cine encasillador, para dejar de ser la chica ye-yé, para no participar en comedias cutres. Son los años de ¡Pim, pam, pum… ¡fuego!, Las largas vacaciones del 36, La colmena, Esquilache (su primera candidatura al Goya) y Más allá del jardín (segunda candidatura al Goya). “Mi carrera terminó con París-Tombuctú, porque ya no tengo a quién perseguir”, señalaba hace pocos años para explicar cómo fue a por Berlanga hasta que trabajó bajo sus órdenes en su película testamento. “Yo antes iba detrás de los directores que me interesaban, siempre lo he hecho y si hace falta me pongo de rodillas, me desnudo, lo que sea… Lo cierto es que a una mujer no se la permite envejecer con dignidad, a un hombre sí”, concluía, dejando claro que al menos siempre tenía el teatro lleno siendo ya octogenaria. “Mira tú por dónde, toda la vida queriendo llegar a los ochenta y cuando llegas no hace ninguna gracia”, afirmaba con esa contagiosa risa suya. En 2013 recibió el Goya de honor, y en 2020 apareció en su última película, Malasaña 32.
Llevaba los escenarios en el ADN. Desde los años cincuenta del pasado siglo los pateó, tanto para abordar revista (trabajó con la mítica Celia Gámez), como grandes textos, musicales o autores clásicos y contemporáneos, no solo españoles.
Era una época en la que las actrices populares, como ella, hacían teatro, mucho teatro, pero no para prestigiarse a la manera anglosajona. Lo hacían a la manera española, para comer y porque siempre estaba el fantasma del teléfono en silencio. Aceptaban todos los trabajos que llegaban y si había que quitarse horas de sueño para rodar o grabar por la mañana, ensayar por la tarde y hacer una o dos funciones diarias, sin librar ningún día de la semana, pues se hacía. Y una vez hechos se sabía si eran trabajos alimenticios o servían para prestigiarse y ser mejor valorada en la profesión.
Velasco nunca ignoró que el teatro era adictivo y cada vez que le llegaba un proyecto se involucraba hasta la médula y se vaciaba el bolsillo si era necesario. Se entregaba en cuerpo, alma y monedero al teatro y fueron numerosísimos sus trabajos. Todos le gustaban y a todos les entregaba mucho de ella. Solo cogió manía a Hécuba, un personaje grecolatino que interpretó entre 2013 y 2014: “Era malvada y algo me hizo porque fue cuando apareció el cáncer y seguro que Hécuba estaba detrás”.
No obstante, tuvo autores fetiche, como Antonio Gala, que llegó a escribir obras especialmente para ella, como Carmen Carmen. O Adolfo Marsillach (que también la dirigía), cuyo éxito Yo me bajo en la próxima, ¿y usted? llevó al cine su gran compañero y amigo José Sacristán. Y como director nadie la manejaba tan bien como José Carlos Plaza.
Atrás quedaron sus primeros autores, entre los que estaban Alfonso Paso, Alonso Millán, Buero Vallejo, José Martín Recuerda y éxitos sonoros como su interpretación en 1979 y en 2006 de Filomena Marturano, de Eduardo di Filippo, o los musicales arrevistados como Mamá quiero ser artista o Hello, Dolly!. Su final en los escenarios fue tras protagonizar una obra de Ernesto Caballero y dos de su hijo Manuel M. Velasco.
También la televisión la captó en numerosas ocasiones y para muy distintas intervenciones. No solo series destacadas como Teresa de Jesús, que siempre aseguró que la había influido mucho, así como las últimas y exitosas Herederos, Las chicas de oro, Gran hotel y Las chicas del cable, entre otras muchas. En cuanto a programas de la pequeña pantalla, su participación en Cine de barrio logró aumentar aún más su popularidad.
Concha Velasco recibió tantos y tan importantes premios que es difícil saber si existe alguno en su modalidad que no se le haya concedido. Pocas personas han sido más queridas que esta mujer y aun muchas menos, quizás ninguna, se va dejando atrás 140 premios, 16 discos, 83 películas, dos cortometrajes, 36 obras de teatro, 18 series televisivas, 26 grandes acontecimientos para la pequeña pantalla, 11 Estudios 1, y todo envejeciendo dignamente: “Como no me he operado, se me permite enseñar las varices, la artrosis de una mano, o el cuello…”, señalaba a EL PAÍS el día que cumplió 80 años.
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