En estos días previos al turrón y a las panderetas, coinciden en las librerías un par de títulos que tienen a Michel Foucault como protagonista. Por un lado, tenemos el libro que recoge la primera experiencia lisérgica del filósofo; se titula Foucault en California (Blackie Books) y es un trabajo testimonial del profesor norteamericano Simeon Wade, quien recogió el encuentro con Foucault en el Valle de la Muerte. Se trata de un libro curioso, una lectura que bien podría servir como mapa del corpus de la obra de Foucault, ya que, bajo los efectos del ácido lisérgico, el filósofo francés habló de sus inquietudes y de las distintas entregas de su Historia de la sexualidad, un trabajo que completaría gracias a la experiencia con LSD.
La otra novedad relativa a Foucault son palabras mayores. Se trata de una recopilación de sus Obras esenciales (Paidos), donde se reúnen entrevistas, artículos y conferencias como la que tuvo lugar en la Universidad Estatal de Río de Janeiro en octubre de 1974, en la que Foucault habló del concepto moderno de hospital como instrumento terapéutico. De manera instructiva, y con mucha sencillez, Foucault contó cómo, hasta mediados del siglo XVIII, los hospitales fueron lugar de recogida de pobres y moribundos; centros de asistencia donde la práctica médica quedaba muy lejos; en todo caso, eran sitios donde se daban los últimos auxilios así como el último sacramento.
Este “lugar de internamiento donde se mezclaban enfermos, locos y prostitutas” va a sufrir una transformación hasta convertirse en lugar de cura y de intercambio del saber médico. Y como toda transformación que se precie, esta se va a dar gradualmente. Según Foucault, la medicalización del hospital surgirá a partir del hospital marítimo y del hospital militar. En el caso del hospital marítimo, la picaresca jugó un papel importante, pues, cuando llegaba a puerto un barco tenía que pasar aduana y, para evitarla, algunos de sus tripulantes simulaban estar enfermos. De esta manera eran ingresados sin pasar registro, convirtiendo el hospital en lugar de contrabando. Porque raro era que los miembros de la tripulación no se hubiesen hecho con mercancía exótica para venderla a buen precio en Europa. Por lo visto, el nacimiento del hospital marítimo tuvo su punto de partida en el interés económico. Las autoridades deciden entonces vigilar y examinar los hospitales marítimos de Londres, Marsella o La Rochelle, dando así entrada a la instrumentalización terapéutica del espacio.
El caso del hospital militar no va a ser menos; también va a tener un punto de partida económico, ya que, con la introducción del fusil en los ejércitos y su consiguiente necesidad de munición, instrucción y maniobras, cada soldado se convertirá en la suma de una inversión de capital. A los soldados ya no se les puede dejar morir como antes; el soldado necesita una serie de atenciones si cae herido. Es entonces cuando surge la reorganización de estos recintos y, para ello, entra en juego la disciplina. Con ella, con la disciplina, “los individuos ya no están amontonados”. El orden se hace necesario para aumentar la eficacia del soldado y la disciplina se extiende a todos los ámbitos. Por ejemplo, en los talleres surge el capataz que vigilará al trabajador para maximizar la producción, minimizando el tiempo de trabajo empleado en cada pieza. También la disciplina llegará a las escuelas junto a la vigilancia permanente, cuyo instrumento principal es el examen.
El hospital dejará de ser organizado como una comunidad religiosa y será el médico quien releve a los frailes y monjes. Por eso, bien se puede afirmar que el médico de hospital es un invento de mediados del siglo XVIII. Foucault lo explica muy sencillo, de una manera didáctica, en esta pieza que forma parte de sus Obras esenciales.
Pocos meses después de dar esta conferencia, viajó a California donde, tras la ingesta de LSD, el filósofo francés abrió su mente a la comprensión del mundo. Por eso hay un antes y un después de aquella experiencia en el Valle de la Muerte, donde Foucault vio bailar unos pequeños peces al compás de una orquesta dirigida por su amigo Pierre Boulez.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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