Si Bradley Cooper tiene actualizado su currículum, habrá incluido ya su faceta de director de orquesta, adquirida sin haberse formado como tal ni figurar en la nómina de ninguna sinfónica o filarmónica y sin ser, ni siquiera, músico. Pero puede presumir de tal condición porque así lo acredita, ni más ni menos, que Deutsche Grammophon, el más prestigioso sello de clásica del mundo. En el álbum de la banda sonora de Maestro, la película dedicada a la figura de Leonard Bernstein dirigida por Cooper, el cineasta aparece como director del coro sinfónico de Filadelfia en una coral de Candide, y como director de la sinfónica de Londres en el final de la sinfonía Resurrección de Mahler (clímax de la película) y en la octava de Beethoven. Hay directores de orquesta de verdad que jamás verán su nombre en un disco así (ni dirigirán instituciones tan importantes).
Para ser justos, hay que aclarar que Cooper figura como codirector junto a Yannik Nézet-Seguin, director —este sí— de la orquesta del Metropolitan de Nueva York y responsable último de las interpretaciones de la película. Nézet-Seguin instruyó a Cooper en los arcanos de su arte, sacando de él una interpretación tan verista que fue capaz de dirigir efectivamente la orquesta. Que el protagonista de Maestro figure como director en el disco es algo más que una humorada o una concesión graciosa: aunque Nézet-Seguin le chivara instrucciones por un pinganillo y aunque Cooper no fuera dueño de sus movimientos y se aplicara a ellos en una mímesis que quizá no comprendía, la orquesta y el coro le seguían. Cuando Deutsche Grammophon lo acredita como director, simplemente está describiendo la realidad de esa grabación.
Desde el punto de vista musical esto plantea algunos problemas con el estatuto del director. Que un actor pueda imitarlo hasta ese punto puede dar la razón a las corrientes que cuestionan su relevancia. Al fin y al cabo, se trata de una institución reciente. Hasta el siglo XIX, las orquestas (que también eran más pequeñas) eran dirigidas por el concertino o por otro músico, y en los años 60 y 70, coincidiendo con los movimientos antiautoritarios en la política y en la cultura, surgieron algunas agrupaciones sin director. Ninguna de cien miembros, pero sí mucho más grandes que un cuarteto. Son movimientos marginales dentro de la música y no parece que el intrusismo de Bradley Cooper vaya a dejar sin trabajo a Dudamel o a Pappano (ni siquiera a Nézet-Seguin), aunque sería una ironía hermosa que una película que glorifica el genio del director de orquesta más carismático del siglo XX propiciara un debate existencial sobre su oficio y lo pusiera en peligro.
Lo interesante aquí no es lo fácil o difícil que resulta dar el pego sobre un podio ante una centena de músicos, sino las alteraciones que provoca en la idea que tenemos de lo que significa interpretar y la relación del actor con sus personajes. El debut de Bradley Cooper como director de orquesta plantea nuevos problemas en un debate neblinoso cuyos contornos nunca se definen bien. Si fingir una cosa y hacer la cosa son lo mismo, ¿dónde queda la ficción y dónde la verdad? ¿Qué diablos estamos viendo y cómo debe reaccionar el espectador? Si la imitación y lo imitado se confunden, la ficción no puede ser una coartada, y los avisos legales que preservan la fabulación de las intrusiones de terceros y dan cuartelillo a los creadores para hacer lo que les dé la gana pierden su vigencia. Un abogado de colmillo profundo puede agarrarse a estas sutilezas para, qué sé yo, denunciar a Cooper por intrusismo profesional o imputar a los actores por delitos que cometen sus personajes.
Cuando Robert de Niro interpretó a Jake La Motta en Toro salvaje, ¿boxeaba o fingía boxear? Si boxeaba, sus golpes eran agresiones, pero todo depende de lo que uno considere que significa interpretar un papel. El crítico y teórico del cine Isaac Butler no lo tiene nada claro y cree que las cosas se empezaron a confundir muchísimo cuando se impuso el famoso método del Actor’s Studio, cuya historia, significado e influencia se analiza en El método: cómo aprendió el siglo XX el arte de la interpretación. Publicado este 2023 en España, es una de las mejores reflexiones sobre la transformación del oficio.
Antes de esta revolución artística (cuyo impacto Butler compara con el dodecafonismo en música o la abstracción en pintura), las cosas estaban relativamente claras. Diderot, en su famoso ensayo La paradoja del comediante, dejó establecido que los actores serían mejores cuanto más conscientes fueran de que actuaban y menos se implicasen en el personaje. La historia cambió con Stanislavsky, quien, para conseguir unas interpretaciones menos declamatorias y más verosímiles, patentó una técnica en la que la persona y el personaje se confundían. Cuando vemos a un actor llorar, está llorando de verdad, no finge. Mediante un entrenamiento complejo e introspectivo, el actor trabaja sus emociones para construir su personaje.
Desde entonces, las fronteras cayeron, como la cuarta pared y tantas otras convenciones teatrales. Hace tiempo que no está nada claro qué significa interpretar. Por mucho que analicemos el trabajo de los grandes actores del método y sus herederos, es imposible determinar qué diablos estamos viendo. Sabemos, por ejemplo, que Maria Schneider estaba genuinamente aterrada —la actriz, no el personaje, que también lo estaba— en la escena de la agresión sexual de El último tango en París, que hoy juzgamos bárbara y delictiva. La historia del cine está saturada de casos parecidos, aunque menos brutales, que pueden ser considerados, siendo generosos, moralmente ambiguos.
La obsesión verista ha trascendido a menudo el oficio del actor, y no solo por los postulados de las vanguardias del tipo de la Nouvelle Vague. Visconti, por ejemplo, llenó de ropa los armarios del palacio palermitano de El gatopardo, aunque no se abrían en ninguna escena, pero creía que el espectador notaría que eran un decorado si no colgaban dentro vestidos del siglo XIX.
Para Butler, todos sabemos qué significa ser actor si no indagamos demasiado, lo cual puede decirse de tantas otras cosas. Para algunos, la frontera se marca en los límites de la imitación: Bradley Cooper puede imitar con convicción los movimientos de Leonard Bernstein, pero no el virtuosismo de Glenn Gould o la voz de Plácido Domingo. Por no hablar de lo perturbador que sería que firmase los planos de un edificio real diseñado durante una película biográfica de Le Corbusier, por ejemplo. Yo no entraría tranquilo en ese lugar, como tampoco me montaría en un avión pilotado por un actor que interpreta a un piloto, por muy creíble que sea su imitación, aunque tal vez sí viviría en un país gobernado por un actor que finge ser presidente del gobierno. Los límites, por tanto, no los marca la ficción, sino la naturaleza de la realidad y lo que el público esté dispuesto a aceptar como tal.
Al comienzo de su carrera, Robert de Niro tenía problemas con los personajes normales. Asombró al mundo con sus interpretaciones de papeles extremos, de tipos marginales, psicópatas, violentos y perdidos, pero no se sentía cómodo cuando el guion no le exigía una metamorfosis radical y debía actuar con discreción y naturalidad. En general, el público y la crítica aplauden las inmersiones absolutas en personajes completamente distintos a la personalidad del actor y no celebran con el mismo entusiasmo aquellas interpretaciones en las que no se aprecia ese esfuerzo transformista y el actor parece él mismo, como sucede con Woody Allen o Nanni Moretti. Es decir: los espectadores exigimos la mayor verdad en la mayor mentira. Queremos que se borren los límites de la interpretación a través de la impostura más rotunda, y en esa paradoja nos encontramos con actores que se convierten en directores de orquesta. Pocas veces lo real y lo imaginario se confundieron tanto.
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