Prohibidos, quemados, expurgados, tachados, arrojados a los pozos, ¡emparedados! Los libros han sufrido en España y el resto de Europa adversidades motivadas por sus contenidos, una maquinaria que se puso en marcha por “la invención de la imprenta y por el protestantismo”, dice María José Vega, catedrática de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB), durante el recorrido, este jueves, por la exposición Malos libros. La censura en la España moderna, en la Biblioteca Nacional de España (BNE). Vega subraya, en contra de lo que pudiera pensarse por su papel de sagrada institución de la enseñanza, que “fueron las universidades las que elaboraron las listas de libros que había que prohibir”. Ese papel se concretó en las facultades de Teología —en España, las de Alcalá de Henares (Madrid) y Salamanca—, porque a los teólogos, debido a sus conocimientos, se dirigían las autoridades políticas y religiosas, como la Inquisición.
La profesora Vega abundó en esta cuestión para aclarar que este sistema represivo “tenía muchas fisuras, no era una apisonadora que funcionara perfectamente, porque las universidades tardaban mucho en contestar o en elaborar esas listas”. No obstante, citó un estudio que calculó que “a nivel europeo, solo en la segunda mitad del siglo XVI, los sucesivos índices prohibieron unas 6.300 ediciones”.
La exposición, que puede visitarse desde el viernes hasta el 11 de febrero, comienza su viaje a ese oscuro pasado en 1554, con el primer Index librorum prohibitorum, promulgado en la Universidad de París, hasta el último, el Índice romano de Pío XII, de 1948, en vigor hasta 1966. El primer español fue el de Fernando de Valdés, arzobispo de Sevilla e inquisidor general, de 1559. “Los primeros índices eran pequeños”, señala Vega, pero fueron creciendo hasta “hacerse monumentales, como el más severo, el Índice romano de Pablo VI, de 1559″. “Este incluía la prohibición de autores, tanto sus obras publicadas como las que pudiera haber en el futuro”.
En las vitrinas hay ejemplares de obras que ejercían el celo censor, como el tratado del jesuita Théophile Raynaud, Preguntas sobre los malos y buenos libros, en el que estableció diferentes categorías de las obras a evitar. Se expone también la pragmática de 1558, a comienzos del reinado de Felipe II, cuando habían surgido los brotes protestantistas, que ordenaba quemar los libros prohibidos por la Inquisición, creada en 1478. Hay libros de instrucciones del Santo Oficio, como el Mandato a los que entran libros en estos reinos, de 1612, con disposiciones para tipógrafos, importadores, libreros…
También, edictos que se leían en las misas y luego se colgaban en las puertas de las iglesias sobre libros que no había que leer. O una carta autógrafa de Lope de Vega al inquisidor general en la que solicitaba que se le devolviera el original de una comedia sobre la conversión de San Agustín, confiscada por algunos pasajes “indecentes”, para poder corregirla. La respuesta fue: “No ha lugar”.
El aumento de las obras “malas” se debió a que, más allá de la batalla contra la herejía y el protestantismo, que era su propósito originario, los índices alcanzaron también a la historia, cuando se criticaba a papas o reyes, a la ficción o incluso a las oraciones. La investigadora de la UAB Marcela Londoño, autora de una obra que analiza ese último caso en España y Portugal en la segunda mitad del XVI, comentó que esos rezos se prohibían por “rúbricas o inscripciones” que añadían los fieles, “como cuando se decía que por rezar un número de veces esa oración se aparecía la virgen, por ejemplo”. Precisamente, los “escritores espirituales, como el dominico Fray Luis de Granada, fueron los más castigados en España en los comienzos de los índices de libros prohibidos”, destacó Vega.
De esa etapa, mediados del XVI, es el atadijo de 11 libros y un documento hallados emparedados durante unas obras en una casa de Barcarrota (Badajoz), en 1992, una historia recuperada para la exposición. Entre esos libros, escritos en español, portugués, francés, italiano y latín, que su dueño ocultó por miedo a la Inquisición, había un ejemplar de 1554 del Lazarillo de Tormes. El resto son obras de nigromancia, artes adivinatorias y el documento manuscrito es un libérrimo diálogo erótico homosexual.
Con el tiempo, “los libreros hicieron presión para que con las expurgaciones se evitaran las prohibiciones de libros”, agregó Vega. Es decir, se indultaban obras, quitando las partes inconvenientes, tachando otras o encolando con papel blanco los pasajes que se querían ocultar. En varias vitrinas se muestran ejemplos, como una Divina Comedia, de 1564, en la que se tachó con tinta negra para hacerlo ilegible el comienzo del ‘Infierno’, por las referencias de Dante al clero. O el borrón de tinta en una página del Orlando furioso, el poema épico de Ludovico Ariosto.
Luego había casos que hoy pueden parecer hasta retorcidos. Como la publicación de libros considerados licenciosos porque se creía que su lectura podía ser edificante. Así procedió el clérigo Fernán Xuárez con el Coloquio de las Damas, del italiano Pietro Aretino. Se tomó la molestia de traducirlo y editarlo en 1548, aunque, reconocía, “parece cosa más para echarle tierra y no sacar tan abominable cieno”. El fin último que perseguía el clérigo era, nada menos, que hacer ver las mentiras con las que las jóvenes prostitutas engañaban a los clientes jóvenes, además de contagiarles la sífilis.
Los tentáculos de aquella censura alcanzaron a los libros de derecho, los de magia y, por supuesto, los de temática sexual. Un ejemplo de esa “literatura obscena, de libros que circulaban clandestinamente”, apunta Vega, son los Sonetos lujuriosos o Dieciséis modos, sobre diferentes posiciones del acto sexual, del que se reproducen dos dibujos. En esta obra las imágenes eran las dominantes (con perdón), con el acompañamiento de los versos eróticos del mencionado Aretino.
Sobre todos esos siglos de libros “peligrosos”, la directora de la BNE, Ana Santos, dijo que “fue una etapa demasiado larga, y sin ella nuestra sociedad hoy sería mejor”, y recordó que esta institución atesora “87 índices de libros prohibidos”. El paseo finaliza con la libertad de imprenta de las Cortes de Cádiz de 1810, aunque luego vino Fernando VII con la rebaja, y el fin de la Inquisición, en 1834, en el reinado de su hija, Isabel II. ¿Y el siglo XX? Vega aclara que se han ceñido a ese periodo histórico, el de los índices de libros prohibidos. “La censura del siglo XX ya no es la de la Inquisición y entrar en sus distintos motivos y tipos sería materia para otra exposición”. Como dijo alguien, eso es otra historia.
Proyecto europeo para estudiar los inicios de la censura
La exposición Malos libros. La censura en la España moderna, en la Biblioteca Nacional, se enmarca en un proyecto que dirige la profesora María José Vega, de la Universidad Autónoma de Barcelona, titulado Censura, expurgación y lectura en la primera era de la imprenta. Los índices de libros prohibidos y su impacto en el patrimonio textual, que cuenta con 15 investigadores de seis universidades españolas y cuatro europeas.
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