Nuestro “fotón borracho” de la semana pasada tiene que recorrer 700.000 kilómetros para llegar desde el centro del Sol hasta su superficie, o sea, 70.000 millones de centímetros; por lo tanto, de acuerdo con la fórmula d = √n, donde d es la distancia de alejamiento del punto de partida y n el número de pasos unitarios dados al azar, el fotón tendrá que dar 4.900 trillones de pasitos aleatorios de un centímetro, lo que le llevará, a pesar de su enorme velocidad de 300.000 kilómetros por segundo, unos 5.000 años. Si te parece mucho, este es un cálculo muy a la baja: según otras estimaciones, los fotones tardan en salir del Sol entre 100.000 y 150.000 años.
El símil del borracho dando pasitos de un centímetro lo descubrí, en mi infancia, en el fascinante libro de George Gamow Uno, dos, tres… infinito, un libro escrito hace ochenta años que no ha perdido un ápice de su interés (pese a que algunos teoremas de los que habla, ya demostrados, entonces todavía eran conjeturas, como el teorema topológico de los cuatro colores). Y no fue la única sorpresa que me deparaba este tratado de maravillas: entre otras cosas, también descubrí en él cuán útiles podían ser los números imaginarios, esas imposibles raíces cuadradas de números negativos que Leibniz definió como “una especie de anfibios entre el ser y la nada”, y que Descartes bautizó despectivamente con el nombre que ha prevalecido (hablando de Gamow, lo mismo ocurrió con el Big Bang: una denominación burlona acabó convirtiéndose en el nombre oficial de su acertada teoría).
El tesoro imaginario
Una de las instructivas historias narradas en el libro de Gamow, que tiene mucho que ver con lo dicho en el párrafo anterior, es la siguiente:
Había una vez un joven intrépido que encontró entre los papeles de su bisabuelo un pergamino que revelaba la ubicación de un tesoro enterrado. Tras dar la longitud y la latitud de una isla desierta, el pergamino decía:
“En la costa norte de la isla hay una pradera en la que verás un roble y un pino solitarios. También verás una vieja horca, de la cual antaño se colgaba a los traidores. Partiendo de la horca, camina hasta el roble contando los pasos. Bajo el roble, debes girar hacia la derecha en ángulo recto y dar el mismo número de pasos. Clava una estaca en el suelo. Luego vuelve a la horca y, desde allí, camina hasta el pino contando los pasos. Bajo el pino, debes girar hacia la izquierda en ángulo recto y dar el mismo número de pasos que te han llevado hasta él desde la horca. Clava otra estaca en el suelo. Cava a medio camino entre las dos estacas y encontrarás el tesoro”.
Las instrucciones eran claras y sencillas, de modo que el intrépido joven fletó un barco y navegó hasta la isla desierta. Encontró la pradera, el roble y el pino, pero, con gran pesar, comprobó que faltaba la horca. Había pasado demasiado tiempo desde que se escribieran las instrucciones; la lluvia, el sol y el viento habían desintegrado la madera y no quedaba el menor rastro del lugar donde estuvo.
Nuestro joven aventurero se desesperó, y en un frenesí de cólera empezó a cavar al azar. Pero la pradera era demasiado grande y sus esfuerzos fueron vanos. De modo que regresó con las manos vacías, y es probable que el tesoro todavía siga allí.
Una historia triste. Pero lo que la hace aún más triste es que el intrépido joven podría haber encontrado el tesoro si hubiera sabido un poco más de matemáticas, y, más concretamente, si hubiera sabido usar debidamente los números imaginarios.
¿Qué habrías hecho tú en su lugar?
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