En abril 1979 Gregory Peck fue candidato al Oscar al mejor actor por su interpretación del sádico criminal nazi Josef Mengele. Se quedó sin estatuilla pero, gracias a su interpretación en Los niños del Brasil, Mengele dejó de ser solo el cruel médico de las fotos en blanco y negro que experimentaba con gemelos en Auschwitz y entró en el imaginario popular también como un fugitivo de inmaculado traje blanco y sombrero panamá que vivía en una mansión en plena selva en Brasil. Aunque en aquella época seguía en paradero desconocido, la película dio en el clavo. El verdadero Mengele estaba en Brasil, sí, pero muerto y enterrado.
Dos meses antes de la gala en Hollywood, el nazi más buscado del mundo se ahogó a los 67 años en la playa de Bertioga, cerca de de São Paulo, durante una excursión con una pareja de amigos austriacos, Liselotte y Wolfram Bossert, y sus hijos Andreas de 12 años y Sabine, de 14. Para ellos, no era un siniestro médico famoso por su sadismo, sino el tío Peter, con el que iban a nadar, a remar en piragua, al campo o disfrutaban de un churrasco. Aquella familia era parte de un minúsculo círculo de allegados que fue clave para que el prófugo nazi nunca fuera cazado.
La periodista brasileña Betina Anton (São Paulo, 44 años) acaba de publicar el libro Baviera Tropical (editorial Todavía, en portugués), en el que reconstruye la huida de este ángel de la muerte que trabajó en Auschwitz, con especial énfasis en ese puñado de íntimos que lo protegió durante dos décadas en Brasil. Europeos expatriados que conocían su secreto, pero nunca lo delataron, aunque desde 1959 pesaba una orden de detención contra él y la recompensa era enorme, sumaba 3,7 millones de dólares. Mengele murió sin ser descubierto, ni juzgado por sus crímenes, tras una huida de 34 años que le llevó del campo nazi de exterminio en Polonia a su Baviera natal, pasando por Argentina y Paraguay, antes de recabar en Brasil.
El libro de la periodista, editora de Internacional en el canal Globo, recorre con detalle su etapa brasileña. El primer contacto allí fue Wolfgang Gerhard, el hombre que le prestó su nombre y su documentación brasileña. Con esa identidad fue enterrado por sus amigos en el cementerio de Embu das Artes, cerca de São Paulo. “Gerhard era un nazi entusiasta que colocaba la esvástica en la punta del árbol de Navidad. Él le presentó a las familias”, explicaba Anton durante una entrevista en São Paulo.
“Mengele logró vivir aquí durante casi 20 años sin ser detenido porque estaba protegido por sus amigos. Había una pareja austriaca [los Bossert], una pareja húngara [los Stammer]… Todos hablaban alemán. Así que [Mengele] podía conversar con ellos en su propio idioma. No es que viniera al fin del mundo y perdiera el contacto con su cultura. No, vivía en una Baviera tropical. Escuchaba música clásica, tenía una buena biblioteca en alemán que conseguía tener actualizada”. También mantuvo correspondencia con su único hijo, Rolf, y con otros allegados en Alemania. Y su familia nunca dejó de enviarle dinero a través de terceros desde Baviera.
El círculo íntimo que creó en tierras brasileñas se mantuvo siempre fiel. Cada uno tenía sus motivos, explica la autora, que en los ochenta, cuando tenía seis años, conoció a una de esas personas. Liselotte Bossert —amiga de Mengele y la encargada de su entierro— era profesora en un colegio de la cerrada comunidad germánica de São Paulo donde estudió la autora, biznieta de alemanes por parte de padre y de madre. Un día desapareció para siempre. Nadie le dio ninguna explicación a la niña, pero las caras serias y los murmullos de los mayores dejaban claro que aquello era grave. Fue su primer contacto con la escalofriante historia que ahora ha investigado durante seis años, con decenas de entrevistas y sumergiéndose en las cartas del jefe nazi.
Su primer amigo, Gerhard, protegió a Mengele por motivos ideológicos. “Los Stammer no eran nazis, vinieron a Brasil huyendo del comunismo. La Policía Federal descubrió que tenían negocios. Mengele contribuyó a la compra de una finca [en la que vivieron juntos] y Gitta Stammer era la persona que le traía dinero todas las semanas”, detalla la autora. Wolfram Gerhard, el marido de su profesora, había sido cabo del ejército alemán y sentía una enorme admiración por su superior jerárquico. ¿Y ella? “Creo que a Liselotte la movió la gran amistad que tuvo con él. No quería creer los crímenes que cometió, él decía que era un científico. Y sus hijos se encariñaron mucho con él”. Los hijos de la maestra Liselotte Bossert no aceptaron ser entrevistados para el libro.
Sí conversó con la autora el antiguo jefe del Mosad israelí y ya nonagenario Rafi Eitan, del equipo que cazó a Adolf Eichmann en Argentina y lo llevó a Jerusalen para juzgarlo. En los sesenta, una pista llevó al espionaje israelí hasta São Paulo. “Rafi Eitan me contó que se encontró con Mengele cara a cara. Pero no pudieron atraparlo inmediatamente, tenían que preparar bien la operación y ejecutarla”. Entre medias, Israel se vio inmerso en una crisis con Egipto y la caza de los nazis dejó de ser prioridad para el Mosad.
A punto estuvo también de descubrirlo por casualidad la polaca Cyrla Gewertz, víctima de los experimentos del ángel de la muerte en Auschwitz: 15 minutos en una bañera de agua hirviendo, 15 minutos en una de agua helada y así sucesivamente durante todo el día. Cuando al principio se quejó de que ardía, el nazi le espetó: “Mete la cabeza dentro, si no te mato”. Otra de las cobayas humanas murió a su lado.
Muchos años después, ya casada con otro superviviente del Holocausto e instalada en São Paulo, disfrutaba de un respiro en la piscina de un hotel en la cercana ciudad de Serra Negra, donde en aquel momento vivía escondido el nazi, cuando alguien se le acercó y le dijo: “¿Sabes quién está viviendo en la ciudad? ¡Mengele!”. Gewertz se quedó petrificada. “Simplemente empacó sus cosas y se fue de allí”, cuenta la periodista. “No llamó a la policía ni quiso saber más. Estaba muy traumatizada. Cuando la entrevisté [en 2017], tenía problemas para dormir, lloraba con facilidad”.
Juicio simbólico en los 80
Fueron las víctimas —los gemelos a los que Mengele usó como cobayas humanas, liderados por Eva Mozes Kor— las que en 1985, aprovechando el 40 aniversario de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz, lograron poner de actualidad los crueles crímenes de Mengele. Organizaron un juicio simbólico en Jerusalén en el que decenas de gemelos contaron las atrocidades, testimonios transmitidos por televisión en medio planeta, incluido Brasil, que llevaron a Alemania Occidental, Israel y Estados Unidos a emprender conjuntamente la búsqueda.
La pista crucial la dio un alemán que le contó a la policía su encuentro con un tipo que, borracho, alardeó de que enviaba dinero al ángel de la muerte a Sudamérica. En efecto, era el correo de la familia Mengele. Los investigadores tiraron del hilo, supieron que el nazi más buscado del mundo había muerto ahogado seis años antes en Brasil. Y descubrieron el papel de los Stammer y de los Bossert, que fueron interrogados.
La profesora Liselotte fue conminada a dejar la escuela. Mientras, Brasil y el resto del mundo asistían al espectáculo de la exhumación del cadáver y a las múltiples pruebas para confirmar la identidad del nazi. Las víctimas de Mengele pudieron respirar algo más tranquilas, pero como la documentación de los experimentos a los que sobrevivieron nunca ha sido localizada, jamás pudieron dar pistas a los médicos sobre cómo tratar los males de salud que arrastraron.
El esqueleto del más famoso y sádico de los médicos nazis acabó en la facultad de medicina de la Universidad de São Paulo como material de prácticas para el alumnado.
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